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miércoles, 2 de octubre de 2013

Yo soy yo y mi(s) lengua(s)

Detalle de algunos productos de la antigua tienda familiar
Acepto gustosa la propuesta de esbozar mi autorretrato lingüístico en un texto que he escrito para ser leído ante mis alumnos (por lo tanto, sin demasiadas florituras), a los que también he invitado a participar en esta iniciativa, que bien podría titularse a la manera orteguiana “Yo soy yo y mi(s) lengua(s)”.

Empezaré por decir que he tenido la suerte de haber aprendido dos lenguas al mismo tiempo. Mi madre es catalana y mi padre era andaluz. En casa teníamos conversaciones cruzadas. Mi madre se expresaba siempre en catalán; y mi padre, siempre en castellano (aunque aprendió a hablar pefectamente el catalán). Aun siendo granadino, no se le notaba su origen sureño. Sólo cuando nos leía cuentos o nos recitaba poemas o nos cantaba cancioncillas a la hora de acostarnos, afloraba la magia de su acento granaíno. A mí esa transformación en el habla me maravillaba. Era como si el cambio de acento fuera la señal de que estábamos solos, de que sólo él y mi hermana y yo conociéramos su secreto, el secreto de un desarraigado que se aferra a sus orígenes de la mano de su identidad dialectal.
Quien más se incomodaba con la mezcla de las lenguas era mi abuela materna, a la que había que traducir al catalán lo que no entendía. Se había criado en una zona rural en la que no se hablaba castellano y su catalán era muy, pero que muy cerrado.
Mis padres tenían un negocio de mercería, confección y artesanía textil. De pequeña, sabía distinguir un mantel lagarterano de un bordado Richelieu y, por más que no supiera ubicar su procedencia, sentía un cierto cosquilleo en el paladar cuando pronunciaba estas y otras palabras. Me crié entre abrigos de Pantaleoni Hnos, piezas de tela Tolrá, encajes, bobinas de hilo, peúcos, leotardos, batas de boitiné, refajos y ligas. Fui creciendo a la vez que la moda iba incorporando nuevos términos. De las medias se pasó a los pantys; del bañador, al triquini y después, al bikini; del calzoncillo, al slip; de la falda tres cuartos, a la minifalda; de los bombachos, al chándal; del camisón al picardías...
La dualidad de lenguas se daba también en el colegio. Hice la enseñanza en castellano, pero siempre hablé catalán con mis amigas. Para nosotras había dos lenguas, una con con el sello de la disciplina escolar (y, a veces, el castigo) y otra con la que nos expresábamos sin reparos lingüísticos, sin los corsés de la corrección.
Además, en la escuela y en casa aprendí una tercera lengua: el francés. Con el boom turístico del tardofranquismo, mis padres aprendieron a hablar en francés (pourquoi pas?), porque Blanes - que es de donde soy y donde vivo- recibía muchos visitantes procedentes del  país vecino y había que agasajarlos para que compraran (la pela es la pela). Pese a que en el colegio aprendíamos francés, mis padres nos mandaron a clases particulares con una mademoiselle con el pelo cortado a lo garçon, de quien aprendimos a pronunciar las erres guturales. Poco a poco, se fue despertando mi pasión por todo lo galo. La proximidad geográfica hizo que viajáramos en varias ocasiones al sur de Francia y, así fui perdiéndole el miedo a hablar la lengua de Molière.
Una vez en la Universidad, compaginé los estudios de Filología Hispánica con cursos de francés en el Institut Français de Barcelone. Pasé la prueba de fuego cuando crucé Francia en un Opel Corsa color carmín con destino a la “Ville lumière”. De región en región, fui empapándome de las muchas variedades dialectales que, aprendiendo francés en un pupitre, nunca pude sospechar. Han pasado los años, y sigo cruzando la frontera por el mero placer de sentarme en una terraza de Colliure y hablar en francés con el camarero o por el placer de pasear por el casco antiguo de Perpiñán y de conversar con el vendedor de periódicos del quiosco que hay en el puente sobre el río.
Actualmente, en casa, seguimos teniendo conversaciones bilingües mi marido, mis hijos y una servidora, sólo que mi madre es ahora la abuela que únicamente habla catalán.


Día Europeo de las Lenguas
Una docena de motivos

La primera de las actividades que han realizado mis alumnos de 1º de ESO ha sido reflexionar sobre los motivos de la celebración del Día Europeo de las Lenguas. Después de leer los objetivos que figuran en la página del evento, hemos debatido, en clase, las razones por las que es importante aprender lenguas. Por grupos, han redactado un documento con una docena de motivos y hemos hecho una selección, que alumnos voluntarios han grabado para compartirla:






Mi autorretrato lingüístico

La segunda ha consistido en escribir cada uno su autorretrato lingüístico, a partir de unas pautas previas. Dado que se trata de textos muy personales, algunos no han querido hacerlos públicos, pero sí podemos ofreceros esta media docena +1:




Más información sobre cómo se ha llevado a cabo la actividad en A pie de aula

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